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Machu Picchu

  • Catalina León
  • 28 ago 2017
  • 4 Min. de lectura

Como si la cantidad de viajes que hice en Europa no fuesen suficientes, llegué a pisar suelo chileno por una semana, solo para partir de nuevo. Esta vez, el destino era nuestro antagónico país vecino; Perú. El viaje lo planearon (no sin altos niveles de stress) mis papás y mi hermana, mientras yo estaba en España.

En Cuzco yo ya había estado hace algunos años, pero tenia un presentimiento de que esta vez el viaje sería un poco menos precario que cuando fui con mis amigas en el 2013. La verdad es que ese viaje fue bien “2013 odisea en el altiplano”, ya que dormimos en carpa bajo una tormenta en Aguas Calientes, caminamos dos horas por las vías del tren para llegar (la segunda hora, además, la caminamos de noche) y subimos los miles y miles de escalones para llegar al pueblo de Machu Picchu, porque el presupuesto no daba para tomar autobús.

Mis predicciones fueron correctas, y con mis papás de patrocinadores, yo comí mas de una vez al día, dormí en hoteles, tomé pisco sour y no pasé ninguna penuria.

Cuzco estaba igual de bello que como yo lo recordaba, quizás incluso más lindo. La plaza principal, con sus alrededores llenos de balconcitos estilo colonial (absolutamente impuesto por los invasores) y sus calles de adoquines son hermosas.

Los conductores seguían igual de locos, aunque después de haber estado en Marrakesh, me pareció que los peruanos eran un poco mas civilizados al volante.

En Cuzco nos quedamos en un hotel que mi papá eligió después de hacer un exhaustivo estudio de mercado y vitrinear todos los hoteles de la ciudad. Estaba bien ubicado, a unos 5 minutos de Coricancha, que es una de las construcciones más bellas de Cuzco. El Coricancha fue en algún momento un templo inca. Pero durante la invasión española, no se les ocurrió nada mejor que poner una iglesia encima del templo, para dejar las cosas bien claras. Ningún eufemismo aquí, ellos literalmente pusieron ladrillos sobre las gigantescas piedras incaicas, unas cuantas cruces y un altar. Evangelización for dummies.


Estuvimos un par de días en Cuzco, tomando tours y recorriendo la ciudad. Todo era muy bonito, y los peruanos realmente han tratado de conservar lo mejor que pueden el legado Inca, o al menos lo que sobrevivió de él.

A Machu Picchu partimos en un tren desde Ollantaitambo. A Ollantaitambo llegamos en un tour, y subimos todos los escalones hasta el Templo del sol. No sé cual es el afán de este imperio de hacer todo en altura, pero mi papá y yo a más de 4.000 metros estábamos bastante apunados, subiendo escaleras de piedra que parecían infinitas. Las otras dos integrantes del equipo demostraron que las horas de gimnasio si hacían efecto, porque estaban evidentemente mejor que nosotros.

Desde el templo, se veía el solsticio y una vez al año llega justo un rayo de sol mágico que alumbraba un punto específico y avisa que empezó una nueva estación. Astronomía muy avanzada sí, pero llegar hasta arriba no era nada de fácil.

Luego de conocer un poco de Ollantaitambo nos fuimos a tomar el tren. El Inca rail, es un tren a todo trapo. Hermoso, eficiente y caro. Es una de las pocas formas de llegar a Aguas Calientes, y la más confiable. Llegamos de noche y nos fuimos a buscar un hotel, esta vez a lo aventurero, y nos instalamos en el primero en que encontramos habitación.

Aguas Calientes es un pueblito hermoso y muy pequeño, ubicado entre dos montañas enormes y junto a un río. Nos acostamos cansados, después de comer una rica cena, listos para la aventura del día siguiente.

A las 4:00 de la mañana, figurábamos en la fila para tomar el bus que nos llevaría hasta la entrada de Machu Picchu (el mismo bus que no pude tomar la vez pasada que fui) Tipo 6:00 am y mientras veíamos el amanecer, llegamos a nuestro destino.

La primera parada era Waina Picchu, el cerro puntudo que se ve en la parte de atrás de la típica postal de Machu. La subida no fue nada de fácil; una hora de peldaños de piedra, bastante precarios. Yo me sentía como Kung Fu Panda y su mítica frase “escaleras, mis antiguas enemigas”. Pero finalmente logramos llegar arriba, entremedio de una humedad que tenía a mi pelo en su peor estado de frizz. Desde la cima se podía ver todo Machu Picchu, las montañas de alrededor, el camping donde yo me quedé la vez pasada y el rio Urubamba. Mis papás estaban cansados pero aperraron y llegaron de lo más bien, un logro que yo no se si pueda contar cuando tenga su edad.

Que bella es la sensación de triunfo cuando se alcanzan cimas, estábamos muy contentos los cuatro. Y con nuestro orgullo revitalizado y olvidándonos del cansancio, partimos de vuelta a recorrer la ciudad perdida.

Nuestra guía era un poquito latera, y no escatimaba en detalles de la historia de Machu Picchu, pero aprendimos mucho y caminamos por entre las callecitas en las que alguna vez anduvo el mismísimo Inca. Y sí que tienen razón que algo de magia hay, porque es todo tan impresionante que es difícil explicarse cómo cresta lo hicieron.

Aprovechamos lo más que pudimos el día, y luego bajamos de vuelta a la estación de trenes, para retornar a Cuzco, un viaje muy agotador, sobre todo después de las escasas horas de sueño de la noche anterior. Pero los ánimos no decaían, y en Cuzco salimos a comer al centro y a hacer salud con unos piscosours peruanos. Yo creo que después de tenernos a mi mamá y a mí dando vueltas, las ventas de pisco sour se dispararon.


 
 
 

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